Redacción
Acapulco.– En los primeros minutos del 25 de octubre, cuando el huracán Otis tocaba tierra en el puerto de Acapulco, en el Pacífico mexicano, con vientos de más de 260 kilómetros por hora, el marinero Rubén Torres grababa un mensaje de diez segundos para su esposa desde el yate El Sereno.
“Dentro lo que cabe, estoy bien, pero está muy feo, está muy feo, está muy feo…”, repetía con el rugir del viento y los pitidos de emergencia de las máquinas de fondo. “Familia, no me quiero escuchar exagerado, pero recen por nosotros porque sí está muy feo acá fuera”.
El Sereno fue una de las 614 embarcaciones –entre yates privados, ferris y barcas de pescadores– que, según la Marina, estaban en la bahía de Acapulco esa noche y quedaron totalmente dañadas o hundidas. Uno de sus tripulantes sobrevivió. Torres y el capitán siguen perdidos en el océano. Otis dejó 48 muertos, la mayoría por ahogamiento, y 31 desaparecidos, según cifras oficiales. Marineros, pescadores y familiares de tripulantes creen que los no localizados pueden ser más porque los marineros suelen ir a cuidar sus yates cuando una tormenta se acerca.
Pero Otis no fue un ciclón habitual. Nadie esperaba que pasara de tormenta tropical a huracán categoría 5 en doce horas, ni que fuera a golpear tan fuerte el turístico puerto y su costa.
Susana Ramos recibió en su celular el mensaje de su esposo días después de la tormenta y la desgarró. Pero como decenas de otros familiares, sigue buscando respuestas.
La familia de Rubén Torres sabía bien su rutina cuando se acercaba un huracán: él se iba a la embarcación para cuidarla y acercarla a la zona de la base naval de Acapulco, que es un área más resguardada por los cerros, y ella preparaba ropa seca para cuando regresara.
“Se iba, pasaba la noche (en el yate), pasaba el huracán, al otro día se venían aquí a su muelle, ahí lo amarraban”, cuenta Ramos, de 32 años, los mismos que su marido.
Al hijo mayor de la pareja, de 14, le encantaba irse con el padre al mar, pero esta vez Torres se lo impidió porque la tormenta parecía fuerte. Nunca imaginaría que tanto. Alrededor de las 19:00 horas del 24 de octubre, el marinero habló con el adolescente. Ramos escuchó que le contaba cómo veía que los cerros que rodean Acapulco se iban apagando al cortarse la luz, pero dijo que tenían los chalecos salvavidas a mano y las máquinas prendidas por si acaso. Horas después, la casa de la familia comenzó a inundarse, el agua entrando como a cubetazos. “Las paredes, como si estuvieran llorando”, recuerda la mujer.
Pero lo que le asustó realmente fue “el ruido tan penetrante del chiflido del aire” como el chirriar fortísimo de una llanta sobre sus cabezas y el crujir de la casa. Entonces recordó que su esposo siempre decía “no temas al agua, teme el viento”. Cuando el marinero grabó el mensaje pidiendo que rezaran por él, sus hijos Cristian y Kendra, de 10 años, estaban acurrucados con su esposa y otros nueve miembros de la familia que se refugiaron en la casa. “Sabíamos que estaba pasando todo y a la vez no sabíamos qué estaba pasando”, dice la mujer. En tierra, los daños del huracán fueron evidentes nada más amanecer. La ciudad arrancó el día aislada, sin luz, agua ni teléfono.
Con decenas de miles de casas destruidas, barrios completos inundados, hoteles de lujo, sin paredes ni ventanas, con troncos, postes y escombros por todas partes.
Desde el mar, los detalles fueron llegando más lentamente. Alejandro Martínez Sidney, un líder empresarial de Acapulco, marinero aficionado y miembro de una cooperativa de pescadores, recuerda que la situación empeoraba con rapidez y que la alerta no llegó hasta las 22:00 horas para que se quedaran las embarcaciones en la playa.
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